PARA QUE TODOS EXPERIMENTEMOS LA MISERICORDIA DE DIOS, QUE NO SE CANSA JAMÁS DE PERDONAR.
3. Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor».[1] Al que arriesga, el Señor no lo defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!
Francisco
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
EVANGELII GAUDIUM
24 de noviembre 2013
© Copyright 2013 – Libreria Editrice Vaticana
En este quinto domingo de Cuaresma, el evangelio nos presenta el episodio de la mujer adúltera (cf. Jn 8,1-11), que Jesús salva de la condena a muerte. Conmueve la actitud de Jesús: no oímos palabras de desprecio, no escuchamos palabras de condena, sino solamente palabras de amor, de misericordia, que invitan a la conversión: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (v. 11). Y, hermanos y hermanas, el rostro de Dios es el de un padre misericordioso, que siempre tiene paciencia. ¿Habéis pensado en la paciencia de Dios, la paciencia que tiene con cada uno de nosotros? Ésa es su misericordia. Siempre tiene paciencia, paciencia con nosotros, nos comprende, nos espera, no se cansa de perdonarnos si sabemos volver a Él con el corazón contrito. «Grande es la misericordia del Señor», dice el Salmo.
En estos días, he podido leer un libro de un cardenal —el Cardenal Kasper, un gran teólogo, un buen teólogo—, sobre la misericordia. Y ese libro me ha hecho mucho bien. Pero no creáis que hago publicidad a los libros de mis cardenales. No es eso. Pero me ha hecho mucho bien, mucho bien. El Cardenal Kasper decía que al escuchar misericordia, esta palabra cambia todo. Es lo mejor que podemos escuchar: cambia el mundo. Un poco de misericordia hace al mundo menos frío y más justo. Necesitamos comprender bien esta misericordia de Dios, este Padre misericordioso que tiene tanta paciencia… Recordemos al profeta Isaías, cuando afirma que, aunque nuestros pecados fueran rojo escarlata, el amor de Dios los volverá blancos como la nieve. Es hermoso, esto de la misericordia.
Recuerdo que en 1992, apenas siendo Obispo, llegó a Buenos Aires la Virgen de Fátima y se celebró una gran Misa por los enfermos. Fui a confesar durante esa Misa. Y, casi al final de la Misa, me levanté, porque debía ir a confirmar.
Se acercó entonces una señora anciana, humilde, muy humilde, de más de ochenta años. La miré y le dije: Abuela —porque así llamamos nosotros a las personas ancianas—: Abuela ¿desea confesarse? Sí, me dijo. Pero si usted no tiene pecados Y ella me respondió: Todos tenemos pecados. Pero, quizás el Señor no la perdona… El Señor perdona todo, me dijo segura. Pero, ¿cómo lo sabe usted, señora? Si el Señor no perdonara todo, el mundo no existiría. Tuve ganas de preguntarle: Dígame, señora, ¿ha estudiado usted en la Gregoriana? Porque ésa es la sabiduría que concede el Espíritu Santo: la sabiduría interior hacia la misericordia de Dios.
No olvidemos esta palabra: Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca. Y, padre, ¿cuál es el problema? El problema es que nosotros nos cansamos, no queremos, nos cansamos de pedir perdón. Él jamás se cansa de perdonar, pero nosotros, a veces, nos cansamos de pedir perdón. No nos cansemos nunca, no nos cansemos nunca. Él es Padre amoroso que siempre perdona, que tiene ese corazón misericordioso con todos nosotros. Y aprendamos también nosotros a ser misericordiosos con todos. Invoquemos la intercesión de la Virgen, que tuvo en sus brazos la Misericordia de Dios hecha hombre.
Francisco
ÁNGELUS
17 de marzo de 2013
© Copyright 2013 – Libreria Editrice Vaticana
COMENTARIO
El Rostro de la Misericordia
Bula de convocación del Jubileo extraordinario de la Misericordia, dado en Roma el 11 de abril de 2015 por Papa Francisco. El Año Santo se abrirá el 8 de diciembre de 2015, solemnidad de la Inmaculada Concepción y en el quincuagésimo aniversario de la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. Esta bula inicia con las palabras: ‘Misericordiae Vultus’: el Rostro de la Misericordia es Jesucristo. Dirijamos la mirada hacia Él, que siempre nos busca, nos espera y nos perdona.
Extracto:
2. Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados no obstante el límite de nuestro pecado.
3. […] La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona.
6. […] “Paciente y misericordioso” es el binomio que a menudo aparece en el Antiguo Testamento para describir la naturaleza de Dios. Su ser misericordioso se constata concretamente en tantas acciones de la historia de la salvación donde su bondad prevalece por encima del castigo y la destrucción. Los Salmos, en modo particular, destacan esta grandeza del proceder divino: « Él perdona todas tus culpas, y cura todas tus dolencias; rescata tu vida del sepulcro, te corona de gracia y de misericordia » (103,3-4). De una manera aún más explícita, otro Salmo testimonia los signos concretos de su misericordia: « Él Señor libera a los cautivos, abre los ojos de los ciegos y levanta al caído; el Señor protege a los extranjeros y sustenta al huérfano y a la viuda; el Señor ama a los justos y entorpece el camino de los malvados » (146,7-9). Por último, he aquí otras expresiones del salmista: « El Señor sana los corazones afligidos y les venda sus heridas […] El Señor sostiene a los humildes y humilla a los malvados hasta el polvo » (147,3.6). Así pues, la misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. Vale decir que se trata realmente de un amor “visceral”. Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón.
9. En las parábolas dedicadas a la misericordia, Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un Padre que jamás se da por vencido hasta tanto no haya disuelto el pecado y superado el rechazo con la compasión y la misericordia. Conocemos estas parábolas; tres en particular: la de la oveja perdida y de la moneda extraviada, y la del padre y los dos hijos (cfr Lc 15,1-32). En estas parábolas, Dios es presentado siempre lleno de alegría, sobre todo cuando perdona. En ellas encontramos el núcleo del Evangelio y de nuestra fe, porque la misericordia se muestra como la fuerza que todo vence, que llena de amor el corazón y que consuela con el perdón.
De otra parábola, además, podemos extraer una enseñanza para nuestro estilo de vida cristiano. Provocado por la pregunta de Pedro acerca de cuántas veces fuese necesario perdonar, Jesús responde: « No te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete » (Mt 18,22) y pronunció la parábola del “siervo despiadado”. Este, llamado por el patrón a restituir una grande suma, lo suplica de rodillas y el patrón le condona la deuda. Pero inmediatamente encuentra otro siervo como él que le debía unos pocos centésimos, el cual le suplica de rodillas que tenga piedad, pero él se niega y lo hace encarcelar. Entonces el patrón, advertido del hecho, se irrita mucho y volviendo a llamar aquel siervo le dice: « ¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti? » (Mt 18,33). Y Jesús concluye: « Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos » (Mt 18,35).
La parábola ofrece una profunda enseñanza a cada uno de nosotros. Jesús afirma que la misericordia no es solo el obrar del Padre, sino que ella se convierte en el criterio para saber quiénes son realmente sus hijos. Así entonces, estamos llamados a vivir de misericordia, porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia. El perdón de las ofensas deviene la expresión más evidente del amor misericordioso y para nosotros cristianos es un imperativo del que no podemos prescindir. ¡Cómo es difícil muchas veces perdonar! Y, sin embargo, el perdón es el instrumento puesto en nuestras frágiles manos para alcanzar la serenidad del corazón. Dejar caer el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices.
22. […]El perdón de Dios por nuestros pecados no conoce límites. En la muerte y resurrección de Jesucristo, Dios hace evidente este amor que es capaz incluso de destruir el pecado de los hombres. Dejarse reconciliar con Dios es posible por medio del misterio pascual y de la mediación de la Iglesia. Así entonces, Dios está siempre disponible al perdón y nunca se cansa de ofrecerlo de manera siempre nueva e inesperada. Todos nosotros, sin embargo, vivimos la experiencia del pecado. Sabemos que estamos llamados a la perfección (cfr Mt5,48), pero sentimos fuerte el peso del pecado. Mientras percibimos la potencia de la gracia que nos transforma, experimentamos también la fuerza del pecado que nos condiciona. No obstante el perdón, llevamos en nuestra vida las contradicciones que son consecuencia de nuestros pecados. En el sacramento de la Reconciliación Dios perdona los pecados, que realmente quedan cancelados; y sin embargo, la huella negativa que los pecados tienen en nuestros comportamientos y en nuestros pensamientos permanece. La misericordia de Dios es incluso más fuerte que esto. Ella se transforma en indulgencia del Padre que a través de la Esposa de Cristo alcanza al pecador perdonado y lo libera de todo residuo, consecuencia del pecado, habilitándolo a obrar con caridad, a crecer en el amor más bien que a recaer en el pecado.
Francisco
Misericordiae Vultus
BULA DE CONVOCACIÓN DEL JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA
11 de abril de 2015
© Copyright 2015 – Libreria Editrice Vaticana