QUE EL DIÁLOGO SINCERO ENTRE HOMBRES Y MUJERES DE DIVERSAS RELIGIONES, CONLLEVE FRUTOS DE PAZ Y JUSTICIA.

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«la libertad religiosa […] no es sólo un don precioso del Señor para cuantos tienen la gracia de la fe: es un don para todos, porque es la garantía fundamental para cualquier otra expresión de libertad […]. La fe nos recuerda mejor que nadie que, si tenemos un único creador, todos somos hermanos. La libertad religiosa es un baluarte contra todos los totalitarismos y una aportación decisiva a la fraternidad humana» (Mensaje a la Nación de Albania, 25 de abril de 1993).

Pero inmediatamente es necesario añadir: «La verdadera libertad religiosa rehúye la tentación de la intolerancia y del sectarismo, y promueve actitudes de respeto y diálogo constructivo» (ibid.). No podemos dejar de reconocer que la intolerancia con los que tienen convicciones religiosas diferentes es un enemigo particularmente insidioso, que desgraciadamente hoy se está manifestando en diversas regiones del mundo. Como creyentes, hemos de estar atentos a que la religión y la ética que vivimos con convicción y de la que damos testimonio con pasión se exprese siempre en actitudes dignas del misterio que pretende venerar, rechazando decididamente como no verdaderas, por no ser dignas ni de Dios ni de los hombres, todas aquellas formas que representan un uso distorsionado de la religión. La religión auténtica es fuente de paz y no de violencia. Nadie puede usar el nombre de Dios para cometer violencia. Matar en nombre de Dios es un gran sacrilegio. Discriminar en nombre de Dios es inhumano.

Desde este punto de vista, la libertad religiosa no es un derecho que garantiza únicamente el sistema legislativo vigente –lo cual es también necesario–: es un espacio común –como éste–, un ambiente de respeto y colaboración que se construye con la participación de todos, también de aquellos que no tienen ninguna convicción religiosa. Me permito indicar dos actitudes que pueden ser especialmente útiles en la promoción de la libertad religiosa.

La primera es ver en cada hombre y mujer, también en los que no pertenecen a nuestra tradición religiosa, no a rivales, y menos aún a enemigos, sino a hermanos y hermanas. Quien está seguro de sus convicciones no tiene necesidad de imponerse, de forzar al otro: sabe que la verdad tiene su propia fuerza de irradiación. En el fondo, todos somos peregrinos en esta tierra, y en este viaje, aspirando a la verdad y a la eternidad, no vivimos, ni individualmente ni como grupos nacionales, culturales o religiosos, como entidades autónomas y autosuficientes, sino que dependemos unos de otros, estamos confiados los unos a los cuidados de los otros. Toda tradición religiosa, desde dentro, debería lograr dar razón de la existencia del otro.

La segunda actitud es el compromiso en favor del bien común. Siempre que de la adhesión a una tradición religiosa nace un servicio más convencido, más generoso, más desinteresado a toda la sociedad, se produce un auténtico ejercicio y un desarrollo de la libertad religiosa, que aparece así no sólo como un espacio de autonomía legítimamente reivindicado, sino como una potencialidad que enriquece a la familia humana con su ejercicio progresivo. Cuanto más se pone uno al servicio de los demás, más libre es.

Miremos a nuestro alrededor: cuántas necesidades tienen los pobres, cuánto les falta aún a nuestras sociedades para encontrar caminos hacia una justicia social más compartida, hacia un desarrollo económico inclusivo. El alma humana no puede perder de vista el sentido profundo de las experiencias de la vida y necesita recuperar la esperanza. En estos ámbitos, hombres y mujeres inspirados en los valores de sus tradiciones religiosas pueden ofrecer una ayuda importante, insustituible. Es un terreno especialmente fecundo para el diálogo interreligioso.

Y además, quisiera referirme a una cosa que es siempre un fantasma: el relativismo, “todo es relativo”. A este respecto, hemos de tener presente un principio claro: no se puede dialogar si no se parte de la propia identidad. Sin identidad no puede haber diálogo. Sería un diálogo fantasma, un diálogo en el aire: sin valor. Cada uno de nosotros tiene su propia identidad religiosa, a la que es fiel. Pero el Señor sabe cómo hacer avanzar la historia. Cada uno parte de su identidad, pero sin fingir que tiene otra, porque así no vale y no ayuda, y es relativismo. Lo que nos une es el camino de la vida, es la buena voluntad de partir de la propia identidad para hacer el bien a los hermanos y a las hermanas. Hacer el bien. Y así, como hermanos, caminamos juntos. Cada uno de nosotros da testimonio de su propia identidad ante el otro y dialoga con él. Después el diálogo puede avanzar más sobre cuestiones teológicas, pero lo que es más importante y hermoso es caminar juntos sin traicionar la propia identidad, sin ocultarla, sin hipocresía. A mí me hace bien pensar esto.

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ENCUENTRO CON LOS LÍDERES DE OTRAS RELIGIONES Y OTRAS DENOMINACIONES CRISTIANAS
PADRE FRANCISCO
21 de septiembre de 2014

© Copyright 2014 – Libreria Editrice Vaticana

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COMENTARIO 

Cómo se construye el diálogo

El diálogo se construye con humildad, incluso a costa de «tragar quina», porque es necesario evitar que en nuestro corazón se levanten «muros» de resentimiento y odio. Lo dijo el Papa Francisco en la misa que celebró el viernes 24 de enero.

El punto central de la homilía fue el pasaje del primer libro de Samuel (24, 3-21), que narra el enfrentamiento entre Saúl y David. «Ayer —recordó el Papa— escuchamos la Palabra de Dios» que «nos hacía ver lo que hacen los celos, lo que hace la envidia en las familias y en las comunidades cristianas». Son actitudes negativas que «llevan siempre a muchas peleas, a muchas divisiones, incluso al odio».

Pero «hoy la Palabra de Dios —prosiguió el Papa— nos muestra otra actitud: la de David», quien «sabía muy bien» que se encontraba «en peligro; sabía que el rey quería matarlo. Y se encontró precisamente en la situación de poder matar al rey, y así se terminaba la historia». Sin embargo, «eligió otro camino», prefirió «el camino del acercamiento, de la aclaración de la situación, de la explicación. El camino del diálogo para hacer las paces».

En cambio, el rey Saúl «rumiaba en su corazón estas amarguras», insultaba «a David porque creía que era su enemigo. Y ésta aumentaba en su corazón». Por desgracia, afirmó el Papa, «esas fantasías aumentan siempre cuando las escuchamos dentro de nosotros. Y levantan un muro que nos aleja de la otra persona». Así terminamos por quedar «aislados en este caldo amargo de nuestro resentimiento».

He aquí que David, «con la inspiración del Señor», rompe ese mecanismo de odio «y dice no, yo quiero dialogar contigo». Es así, explicó el Pontífice, como «comienza el camino de la paz: con el diálogo». Pero, advirtió, «dialogar no es fácil, es difícil». De todos modos, sólo «con el diálogo se construyen puentes en la relación, y no muros, que nos alejan».

«Para dialogar —precisó el Papa— es necesaria, ante todo, la humildad». Lo demuestra el ejemplo de «David, humilde, que dijo al rey: mira, habría podido matarte; habría podido hacerlo, pero no quise. Quiero estar cerca de ti, porque tú eres la autoridad, eres el ungido del Señor». David realiza «un acto de humildad».

Por lo tanto, para dialogar no hay necesidad de alzar la voz, «sino que es necesaria la mansedumbre». Y, además, «es necesario pensar que la otra persona tiene algo más que yo», tal como hizo David, quien, mirando a Saúl, se decía a sí mismo: «él es el ungido del Señor, es más importante que yo». Junto «con la humildad y la mansedumbre, para dialogar —añadió el Pontífice— es necesario hacer lo que hemos pedido hoy en la oración, al comienzo de la misa: hacerse todo a todos».

«Humildad, mansedumbre, hacerse todo a todos» son los tres elementos básicos para el diálogo. Pero aunque «no esté escrito en la Biblia —puntualizó el Santo Padre—, todos sabemos que para hacer estas cosas es necesario tragar mucha quina; debemos hacerlo, porque las paces se hacen así». Las paces se hacen «con humildad, con humillación», siempre tratando de «ver en el otro la imagen de Dios». Así muchos problemas encuentran solución, «con el diálogo en la familia, en las comunidades, en los barrios». Se requiere disponibilidad para reconocer ante el otro: «escucha, disculpa, creía esto…». La actitud justa es «humillarse: es siempre bueno construir un puente, siempre, siempre». Este es el estilo de quien quiere «ser cristiano», aunque —admitió el Papa— «no es fácil, no es fácil». Sin embargo, «Jesús lo hizo, se humilló hasta el fin, nos mostró el camino».

MISAS MATUTINAS
PAPA FRANCISCO
24 de enero de 2014

© Copyright 2014 – Libreria Editrice Vaticana

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