Para que las familias en dificultad reciban el apoyo necesario y los niños puedan crecer en ambientes sanos y serenos.
En nuestra época el matrimonio y la familia están en crisis. Vivimos en una cultura de lo provisional, en la que cada vez más personas renuncian al matrimonio como compromiso público. Esta revolución en las costumbres y en la moral ha ondeado con frecuencia la «bandera de la libertad», pero en realidad ha traído devastación espiritual y material a innumerables seres humanos, especialmente a los más vulnerables. Es cada vez más evidente que la decadencia de la cultura del matrimonio está asociada a un aumento de pobreza y a una serie de numerosos otros problemas sociales que azotan de forma desproporcionada a las mujeres, los niños y los ancianos. Y son siempre ellos quienes sufren más en esta crisis.
La crisis de la familia dio origen a una crisis de ecología humana, porque los ambientes sociales, como los ambientes naturales, necesitan ser protegidos. Incluso si la humanidad ahora ha comprendido la necesidad de afrontar lo que constituye una amenaza para nuestros ambientes naturales, somos lentos —somos lentos en nuestra cultura, también en nuestra cultura católica—, somos lentos en reconocer que también nuestros ambientes sociales están en peligro. Es indispensable, por lo tanto, promover una nueva ecología humana y hacerla ir hacia adelante.
Hay que insistir en los pilares fundamentales que rigen una nación: sus bienes inmateriales. La familia sigue siendo la base de la convivencia y la garantía contra la desintegración social. Los niños tienen el derecho de crecer en una familia, con un papá y una mamá, capaces de crear un ambiente idóneo para su desarrollo y su maduración afectiva. Por esa razón, en la exhortación apostólica Evangelii gaudium, he puesto el acento en la aportación «indispensable» del matrimonio a la sociedad, aportación que «supera el nivel de la emotividad y el de las necesidades circunstanciales de la pareja» (n. 66). Es por ello que os agradezco el énfasis puesto por vuestro coloquio en los beneficios que el matrimonio puede dar a los hijos, a los esposos mismos y a la sociedad.
En estos días, mientras reflexionáis sobre la complementariedad entre hombre y mujer, os exhorto a poner de relieve otra verdad referida al matrimonio: que el compromiso definitivo respecto a la solidaridad, la fidelidad y el amor fecundo responde a los deseos más profundos del corazón humano. Pensemos sobre todo en los jóvenes que representan el futuro: es importante que ellos no se dejen envolver por la mentalidad perjudicial de lo provisional y sean revolucionarios por la valentía de buscar un amor fuerte y duradero, es decir, de ir a contracorriente: se debe hacer esto. Sobre esto quisiera decir una cosa: no debemos caer en la trampa de ser calificados con conceptos ideológicos. La familia es una realidad antropológica, y, en consecuencia, una realidad social, de cultura, etc. No podemos calificarla con conceptos de naturaleza ideológica, que tienen fuerza sólo en un momento de la historia y después decaen. No se puede hablar hoy de familia conservadora o familia progresista: la familia es familia. No os dejéis calificar por este o por otros conceptos de naturaleza ideológica. La familia tiene una fuerza en sí misma.
Que este coloquio pueda ser fuente de inspiración para todos aquellos que tratan de sostener y reforzar la unión del hombre y la mujer en el matrimonio como un bien único, natural, fundamental y hermoso para las personas, las familias, las comunidades y las sociedades.
DISCURSO A LOS PARTICIPANTES EN EL COLOQUIO INTERNACIONAL
SOBRE LA COMPLEMENTARIEDAD DEL HOMBRE Y LA MUJER,
ORGANIZADO POR LA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE
PADRE FRANCISCO
17 de noviembre de 2014
© Copyright 2014 – Libreria Editrice Vaticana
COMENTARIO
La familia – Los niños
[…] Numerosos niños desde el inicio son rechazados, abandonados, les roban su infancia y su futuro. Alguno se atreve a decir, casi para justificarse, que fue un error hacer que vinieran al mundo. ¡Esto es vergonzoso! No descarguemos sobre los niños nuestras culpas, ¡por favor! Los niños nunca son «un error». Su hambre no es un error, como no lo es su pobreza, su fragilidad, su abandono —tantos niños abandonados en las calles; y no lo es tampoco su ignorancia o su incapacidad—; son tantos los niños que no saben lo que es una escuela. Si acaso, estos son motivos para amarlos más, con mayor generosidad. ¿Qué hacemos con las solemnes declaraciones de los derechos humanos o de los derechos del niño, si luego castigamos a los niños por los errores de los adultos?
Quienes tienen la tarea de gobernar, de educar, pero diría todos los adultos, somos responsables de los niños y de hacer cada uno lo que puede para cambiar esta situación. Me refiero a la «pasión» de los niños. Cada niño marginado, abandonado, que vive en la calle mendigando y con todo tipo de expedientes, sin escuela, sin atenciones médicas, es un grito que se eleva a Dios y que acusa al sistema que nosotros adultos hemos construido. Y, lamentablemente, estos niños son presa de los delincuentes, que los explotan para vergonzosos tráficos o comercios, o adiestrándolos para la guerra y la violencia. Pero también en los países así llamados ricos muchos niños viven dramas que los marcan de modo significativo, a causa de la crisis de la familia, de los vacíos educativos y de condiciones de vida a veces inhumanas. En cada caso son infancias violadas en el cuerpo y en el alma. ¡Pero a ninguno de estos niños los olvida el Padre que está en los cielos! ¡Ninguna de sus lágrimas se pierde! Como tampoco se pierde nuestra responsabilidad, la responsabilidad social de las personas, de cada uno de nosotros, y de los países.
[…]
Con demasiada frecuencia caen sobre los niños las consecuencias de vidas desgastadas por un trabajo precario y mal pagado, por horarios insostenibles, por transportes ineficientes… Pero los niños pagan también el precio de uniones inmaduras y de separaciones irresponsables: ellos son las primeras víctimas, sufren los resultados de la cultura de los derechos subjetivos agudizados, y se convierten luego en los hijos más precoces. A menudo absorben violencias que no son capaces de «digerir», y ante los ojos de los grandes se ven obligados a acostumbrarse a la degradación. […]
AUDIENCIA GENERAL
PAPA FRANCISCO
8 de abril de 2015
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